Se trata de una tradición popular celebrada en muchas fiestas locales de Europa occidental y América Latina. Esta tradición consiste en sacar a desfilar figuras que suelen representar personajes populares o imaginarios, bailando y animando al público. Las figuras se construyen en cartón-piedra, poliéster, fibra de vidrio y otros materiales, con un armazón interior de cañizo, madera, hierro o aluminio que se cubre con telas o trajes típicos de cada localidad.

Se piensa que esta tradición nació como un acontecimiento pagano, y a partir de ahí se vincula a la celebración religiosa del Corpus Christi, aunque conservando parte de su carácter civil. Los gigantes tienen una altura desproporcionada y representan a reyes, árabes o fantasmones, mientras que los cabezudos tienen una altura menor, destacando la desproporción de la cabeza para crear un efecto más cómico, y solían llevar sonajas o vejigas para interactuar entre ellos y con el público.

El Papa Urbano VI instituyó la fiesta del Corpus Christi para refutar la presencia de Cristo en la Eucaristía mediante la bula Transiturus de hoc mundo, en 1264. La procesión sería la parte central de la celebración de esta festividad, donde participaban danzantes, figuras de gigantes, enanos y cabezudos, jinetes y en algunos lugares monstruos como la denominada tarasca, y todas las localidades se llenaban de adornos y gentes de todo tipo, organizados según fueran representantes institucionales, miembros de gremios o religiosos. 

En España, dependiendo de las fuentes, las primeras manifestaciones se remontarían hacia los siglos XIII y XIV en torno a los reinos de Aragón y Navarra, ya que la presencia de reyes entre los gigantes se relacionaría con la época y estructura política del momento, y la de los cabezudos representaría de forma satírica los estamentos sociales populares. Por otro lado, la tarasca simbolizaría los pecados, vicios y todo lo malo del mundo, aunque estas dos últimas figuras se incorporan a los desfiles un poco más tarde.

Esta combinación entre lo religioso y lo profano suscitó el descontento de algunos, que consideraban que los entretenimientos entraban en conflicto con la devoción, y esto lleva al rey Carlos III a prohibir este tipo de espectáculos en procesiones y recintos religiosos mediante la Real Cédula del 21 de julio de 1780. Con ello puso fin a más de cinco siglos de participación de elementos profanos en la procesión del Corpus, que fue volviéndose cada vez menos popular.

En algunos lugares aún se mantiene la tradicional comparsa de gigantes, enanos y cabezudos, que, acompañada con música de dulzaina y tamboril, sigue animando las fiestas anualmente. Esta expresión cultural forma parte de nuestra historia y de las vivencias colectivas de la población y debe ser explicada, renovada, mantenida, conservada y sobre todo disfrutada.