La depresión y ruina social española llegan al teatro de finales del siglo XIX y del modernismo se pasa al esperpento de la mano de Ramón del Valle Inclán, quien plantea una regeneración de la España caduca, «anclada en los sueño de un imperio pasado», criticando el orden establecido a través de sus personajes, que movidos como títeres, por su autor, representan a la vez la tragedia y la farsa en un mundo deforme y absurdo.
A principios del siglo XX una parte del teatro español se alejó del realismo y la marioneta fue una de las vías estéticas más eficaces para lograr una renovación de la estética teatral. Valle-Inclán reúne en su Tablado de Marionetas para educación de príncipes (1926) una trilogía de obras previamente publicadas entre las que se encuentran, Farsa italiana de la enamorada del rey, Farsa infantil de la cabeza del dragón, Farsa y licencia de la reina castiza. Valle-Inclán recurre a la metáfora de la marioneta para recrear a personajes farsescos y deshumanizados. Estos fantoches esperpénticos los seguirá explorando en las obras que integran el Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte (1927) en donde el dramaturgo desarrolla macabros microcosmos protagonizados figurativamente por títeres y marionetas de sombras desprovistos de una dimensión espiritual.
Con la llegada del nuevo milenio, llegan las vanguardias artísticas y el teatro del absurdo. Si alguien ha sabido aglutinar los nuevos estilos teatrales en uno, ese es Francisco Nieva y sus marionetas furiosas; como muestra de la personificación del sarcasmo, las burlas y la agudeza irónica.
